DON VITTO GIOVANNI

DON VITTO GIOVANNI

viernes, 30 de septiembre de 2011

La prima Vera

 
 
DON  VITTO  GIOVANNI
 
PRESENTA
 
La prima Vera


24/09/11



PorMarcelo Birmajer

 
Aquel septiembre de mediados de los 70, el barrio de Once se vio conmocionado por la aparición de una mujer. Literalmente una aparición, como un fantasma o un plato volador. La prima Vera llegó con la frescura de los alcauciles, pálida como un helado de agua, poderosa como las dos potencias. River aún no se había ido a la B y contaba con la mejor delantera del fútbol nacional. La prima Vera también. Venía del Este, más precisamente de Lituania. Sus padres habían sobrevivido milagrosamente a la Shoá, y ella había logrado milagrosamente escapar de los comunistas. Nacida cinco años después del fin de la segunda guerra mundial, en su odisea para atravesar la Cortina de Hierro recorrió Europa Oriental hasta Berlín, y allí, según el relato de su primo Salomón, consiguió traspasar el célebre Muro, por el checkpoint Charlie. Vera se materializó en la casa de Salomón con una carta en idish, un mensaje de sus padres.

Salomón tenía por entonces setenta y siete años, y diecisiete de viudo. Su única hija vivía en Nueva York, con un creador de sándwiches gourmet, el primero del que escuché hablar. Vera, el nombre, era una convención, porque el original en lituano era impronunciable. Todo lo que sabíamos de ella, excepto su belleza apabullante, nos era traducido por Salomón: la prima Vera hablaba sólo lituano. Transmisión, más que traducción, porque Salomón, que no entendía el lituano, le hacía preguntas en idish. En cualquier caso, intentaba por todos los medios que su prima no aprendiera el idioma de los argentinos. No la podía encadenar a la cama –no habría sido bien visto en el barrio–, pero la mantenía encerrada en la ignorancia. La enviaba al almacén con notitas, y se enojaba si alguien intentaba ayudarla. La relación entre ambos era un misterio para todos, también para ellos dos. Salomón apenas si guardaba para mantenerse, no sé si una jubilación o ahorros; habiendo sido su único sustento, hasta la muerte de su esposa, una pajarería. No recuerdo haber visto nunca a ningún vecino comprándole siquiera un canario; mientras que, por el contrario, muchas veces escuché a sus coetáneas comentar que tantos pájaros juntos no podían ser sino de mal agüero, proveedores de sitacosis y otras enfermedades mortales. La leyenda más importante vinculada al negocio fue la entrada de un gato que provocó un desparramo sangriento. Salomón vestía y caminaba como un mendigo. Pero el arribo de su parienta lo refrescó. Ahora utilizaba pantalones livianos y camisas blancas. Volvió a jugar al ajedrez. Contaba el pasado de su prima como si la entendiera.

Pero el tiempo de los alcauciles es breve. Dos alumnos adolescentes procuraban descifrar un enigma matemático en el bar León Paley, en Corrientes y Boulogne Sur Mer. Vera los divisó casualmente y les resolvió el problema en un santiamén. Se reveló como una eminencia matemática, y todo el barrio lo supo. Desde aquel momento, no pasó un minuto sin que madres y padres la requirieran para salvar a sus hijos de diciembre y marzo. No precisaba hablar castellano.

Salomón no pudo detener el vendaval. La mujer que había escapado del Ejército Rojo, no sería detenida por un primo amarillento. Lentamente, Salomón regresó a su antiguo ser: en menos de un mes, la ropa se le deterioró, reapareció la barba raposa, el caminar desgarbado. Vera seguía viviendo con él, pero ahora decía “buenos días”, ganaba su dinero, elegía sus compras. El comentario obligado aquel diciembre fue que hasta los más aplicados se llevaron la materia a marzo, y que los padres hasta entonces más descuidados requerían reuniones con la profesora particular, en cocoliche o con gestos, para interesarse en el avance o no de sus hijos. No podemos decir que las madres se hayan entristecido cuando la prima Vera dejó de aparecer por las humeantes calles encerradas entre Junín y Pueyrredón, aquel enero condenado, a menos de seis meses de haber llegado con su carta en idish, sin palabras ni color en la piel.

El colegio abrió sus puertas en pleno verano por un torneo de ajedrez, y yo estaba sentado frente al tablero, esperando a mi rival, cuando de pronto se corporizó enfrente Salomón. Parecía un espectro. Vestía como en un invierno moscovita.

Comenzamos a mover las piezas como si fuera un peloteo previo al partido.

–¿Qué viene después de la primavera?– me preguntó.

–El verano– recité, sin prestar atención, intentando un patético “mate pastor”.

–No –replicó Salomón–. El invierno.

Y luego de darme jaque mate, agregó: –Alguien le enseñó a decir adiós

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