PRESENTA : LITERATURA
El subte, la escuela, los bares y la cama son algunos escenarios habituales de lectura. Pero hay un sitio que refuerza lo privado del acto de leer: el baño. Ehrenhaus analiza con humor y en primera persona una práctica mayoritariamente masculina, según las estadísticas.
Por ANDRES EHRENHAUS - Escritor. Es autor, entre otros, de “La Seriedad” (Mondadori).
CON HUMOR. Andrés Ehrenhaus analiza una práctica mayoritariamente masculina.
La primera noción física y química del vacío final de la muerte me sobrevino a los cuatro años, creo, sentado de espaldas en el inodoro, a horcajadas, como si el Johnson Bros fuera un caballito de madera con una porción de ese vacío dentro. Vi mi lápida en la tapa y presentí que la cosa iba más o menos en serio.
Los inodoros no están hechos para sentarse al revés, así que alguien, mi madre, quién si no, debió de corregir mi postura. A los cuatro años uno se sienta a vaciar el vientre sin esa privacidad garantizada que requieren los grandes actos de la vida. Recuerdo con diáfana brumosidad que había una inscripción en la lápida, que era blanca, como la mayoría de las caras internas de las tapas de inodoro, y una corona de florecitas alegres rodeaba las letras, pero no podría decir si entonces ya sabía leer o si sólo imaginé el epitafio, que tampoco recuerdo, aunque sé que me puso especialmente triste.
Mirándolo desde la perspectiva actual, me atreveré a aventurar que fue la conciencia parcial, si se quiere, pero sobrecogedora de la negritud de la muerte la que actuó como disparador de mi aprendizaje lector, fomentado quizá por la intuición de que las letras podían llenar algo de ese inefable hueco o, por lo menos, adornarlo con eufemismos hasta que llegase la malhadada hora de zambullirse en él. No sé si alguien estudió la relación entre lectura, existencialismo y esfínteres, pero seguro que hay campo ahí para más de un sesudo trabajo.
En cualquier caso, en cuanto me enderecé o enderezaron, perdí la capacidad de asomarme sin barandas, por así decirlo, a la madre de todas las singularidades y empecé a usar el inodoro como duro banco de lectura. Nada nuevo bajo la luz de neón. Indagando un poco por ahí, resulta, parece ser, que la lectura en el cuarto de baño es una actividad eminentemente masculina. No sorprende. Incluso existen estadísticas que lo corroboran: un tercio de los hombres aseguran llevarse necesariamente lectura al excusado, versus como mucho una quinta parte de las mujeres, lo cual no deja de ser significativo toda vez que también se dice, y otras estadísticas así lo confirman, que hoy en día la lectura es, al menos en términos cuantitativos, uno de los terrenos ganados al hombre por la mujer.
Más datos: los médicos advierten de que leer en el inodoro no es saludable, y en eso coinciden con Henry Miller, que dedica el capítulo XIII de Los libros en mi vid a a predicar en contra de tan vetusta práctica, aunque, él sabrá por qué, usa para ilustrarla el ejemplo de un marido preocupado por los largos encierros de su esposa en el retrete. En Costa Rica hay un señor, Rigoberto Guadamuz, que reclama para sí la autoría del nombre técnico de la práctica: lectoproedonosmia. Para él el placer es olfativo, pero honrado. En Internet hay multitud de foros, blogs e incluso un grupo de Facebook ( Reading on the Loo , por ahora con sólo 13 adeptos) dedicados al tema. Y sí, la mayoría son hombres.
¿Qué lee el lector de baño? Difícil de decir; si de mí dependiera, sería pregunta obligada del próximo censo. No me refiero, por supuesto, a los que se llevan una revista rápida, un suplemento o los clasificados de un diario, un prospecto farmacéutico o la guía de calles. Esos apenas leen; lo sé porque me ha pasado. Me refiero a los que se instalan a leer.
No creo que haya un patrón establecido como, por ejemplo, en las playas nudistas. La escritora croata Dubravka Ugresic (pueden leerlo en Gracias por no leer ) descubrió dos cosas: a) que en las playas nudistas todo el mundo lee; y b) que todos leen el mismo libro o a un mismo autor. La desnudez pública, aunque sea a orillas del mar y en vacaciones, es, en opinión de Ugresic, un pasatiempo integrista, necesitado de verdades como templos, por pasajeras que sean (se practica en familia, nunca en soledad; no admite deserciones; aspira a la uniformidad). Sin embargo, la desnudez parcial, íntima, de cintura para abajo, se rige sin duda por otros parámetros.
Hace pocos días mi hermano Niki me comentó que leyó por ahí, aunque no en un baño, que leer en el trono es una tapadera, el alibí con el que solapamos el placer prohibido de la deposición. A mí todo eso me huele a psicopatraña, porque elimina de un plumazo como lectores vaterinos a los que no necesitan solaparlo en absoluto, que son muchos y también leen. Además, dudo que llevarse lectura al retrete coadyuve a blanquear ninguna condición, ni siquiera ante uno mismo (no digamos ya ante los demás: Tranquila, Pocha, no dudes de mi hombría, tan sólo estoy leyendo el Antidühring. Y ella: Pero qué enfermo, dios mío, ¡con ese olor!). Por eso le tengo más fe al enfoque antropológico, que centra la cuestión en los aspectos culturales y, dentro de ellos, en los literarios.
¿Hay géneros más idóneos para esta modalidad de lectura? Yo confieso que he ido pasando de los cómics y las revistas ilustradas a la poesía y los libros epigramáticos, de los crucigramas o entretenimientos del periódico a los ensayos de teoría cuántica o crítica hermenéutica. Las imágenes, salvo que sean esquemas de agujeros negros o diagramas de paradigmas lingüísticos, me distraen e inquietan. Prefiero los textos rocosos. No duro mucho, es cierto, y a menudo apenas entiendo nada, pero no es desdeñable el jugo superficial que les saco, como si me alimentaran de musgo.
En cualquier caso, tengo para mí –que es como solemos anunciar los argentinos que vamos a soltar una banalidad sofisticada– que mientras las mujeres devoran los libros, los ingieren, necesitan mascarlos rápido y dejarlos atrás, es decir, tienen con ellos una relación oral, los hombres necesitamos retenerlos, comprobar que lo que entra puede quedársenos dentro, que hemos aprendido a usar nuestros esfínteres intelectuales; en siete palabras: nuestra relación con la lectura es anal.
Generalizando mucho, claro, pero tampoco tanto. La lectura de retrete es una lectura retentiva, de concentración y retiro, un ejercicio de contrición y aguante. En esos momentos, volvemos a meternos, para leer, en el armario. No por casualidad el water es, en origen, un closet. Pero hay algo más. Refugiados en la tualé , aislados del bullicio de la vida, los que leemos en los baños nos retiramos también a recuperar en los libros esa época en la que no controlábamos tanto y casi podíamos palpar el vacío sideral de la muerte.
Los inodoros no están hechos para sentarse al revés, así que alguien, mi madre, quién si no, debió de corregir mi postura. A los cuatro años uno se sienta a vaciar el vientre sin esa privacidad garantizada que requieren los grandes actos de la vida. Recuerdo con diáfana brumosidad que había una inscripción en la lápida, que era blanca, como la mayoría de las caras internas de las tapas de inodoro, y una corona de florecitas alegres rodeaba las letras, pero no podría decir si entonces ya sabía leer o si sólo imaginé el epitafio, que tampoco recuerdo, aunque sé que me puso especialmente triste.
Mirándolo desde la perspectiva actual, me atreveré a aventurar que fue la conciencia parcial, si se quiere, pero sobrecogedora de la negritud de la muerte la que actuó como disparador de mi aprendizaje lector, fomentado quizá por la intuición de que las letras podían llenar algo de ese inefable hueco o, por lo menos, adornarlo con eufemismos hasta que llegase la malhadada hora de zambullirse en él. No sé si alguien estudió la relación entre lectura, existencialismo y esfínteres, pero seguro que hay campo ahí para más de un sesudo trabajo.
En cualquier caso, en cuanto me enderecé o enderezaron, perdí la capacidad de asomarme sin barandas, por así decirlo, a la madre de todas las singularidades y empecé a usar el inodoro como duro banco de lectura. Nada nuevo bajo la luz de neón. Indagando un poco por ahí, resulta, parece ser, que la lectura en el cuarto de baño es una actividad eminentemente masculina. No sorprende. Incluso existen estadísticas que lo corroboran: un tercio de los hombres aseguran llevarse necesariamente lectura al excusado, versus como mucho una quinta parte de las mujeres, lo cual no deja de ser significativo toda vez que también se dice, y otras estadísticas así lo confirman, que hoy en día la lectura es, al menos en términos cuantitativos, uno de los terrenos ganados al hombre por la mujer.
Más datos: los médicos advierten de que leer en el inodoro no es saludable, y en eso coinciden con Henry Miller, que dedica el capítulo XIII de Los libros en mi vid a a predicar en contra de tan vetusta práctica, aunque, él sabrá por qué, usa para ilustrarla el ejemplo de un marido preocupado por los largos encierros de su esposa en el retrete. En Costa Rica hay un señor, Rigoberto Guadamuz, que reclama para sí la autoría del nombre técnico de la práctica: lectoproedonosmia. Para él el placer es olfativo, pero honrado. En Internet hay multitud de foros, blogs e incluso un grupo de Facebook ( Reading on the Loo , por ahora con sólo 13 adeptos) dedicados al tema. Y sí, la mayoría son hombres.
¿Qué lee el lector de baño? Difícil de decir; si de mí dependiera, sería pregunta obligada del próximo censo. No me refiero, por supuesto, a los que se llevan una revista rápida, un suplemento o los clasificados de un diario, un prospecto farmacéutico o la guía de calles. Esos apenas leen; lo sé porque me ha pasado. Me refiero a los que se instalan a leer.
No creo que haya un patrón establecido como, por ejemplo, en las playas nudistas. La escritora croata Dubravka Ugresic (pueden leerlo en Gracias por no leer ) descubrió dos cosas: a) que en las playas nudistas todo el mundo lee; y b) que todos leen el mismo libro o a un mismo autor. La desnudez pública, aunque sea a orillas del mar y en vacaciones, es, en opinión de Ugresic, un pasatiempo integrista, necesitado de verdades como templos, por pasajeras que sean (se practica en familia, nunca en soledad; no admite deserciones; aspira a la uniformidad). Sin embargo, la desnudez parcial, íntima, de cintura para abajo, se rige sin duda por otros parámetros.
Hace pocos días mi hermano Niki me comentó que leyó por ahí, aunque no en un baño, que leer en el trono es una tapadera, el alibí con el que solapamos el placer prohibido de la deposición. A mí todo eso me huele a psicopatraña, porque elimina de un plumazo como lectores vaterinos a los que no necesitan solaparlo en absoluto, que son muchos y también leen. Además, dudo que llevarse lectura al retrete coadyuve a blanquear ninguna condición, ni siquiera ante uno mismo (no digamos ya ante los demás: Tranquila, Pocha, no dudes de mi hombría, tan sólo estoy leyendo el Antidühring. Y ella: Pero qué enfermo, dios mío, ¡con ese olor!). Por eso le tengo más fe al enfoque antropológico, que centra la cuestión en los aspectos culturales y, dentro de ellos, en los literarios.
¿Hay géneros más idóneos para esta modalidad de lectura? Yo confieso que he ido pasando de los cómics y las revistas ilustradas a la poesía y los libros epigramáticos, de los crucigramas o entretenimientos del periódico a los ensayos de teoría cuántica o crítica hermenéutica. Las imágenes, salvo que sean esquemas de agujeros negros o diagramas de paradigmas lingüísticos, me distraen e inquietan. Prefiero los textos rocosos. No duro mucho, es cierto, y a menudo apenas entiendo nada, pero no es desdeñable el jugo superficial que les saco, como si me alimentaran de musgo.
En cualquier caso, tengo para mí –que es como solemos anunciar los argentinos que vamos a soltar una banalidad sofisticada– que mientras las mujeres devoran los libros, los ingieren, necesitan mascarlos rápido y dejarlos atrás, es decir, tienen con ellos una relación oral, los hombres necesitamos retenerlos, comprobar que lo que entra puede quedársenos dentro, que hemos aprendido a usar nuestros esfínteres intelectuales; en siete palabras: nuestra relación con la lectura es anal.
Generalizando mucho, claro, pero tampoco tanto. La lectura de retrete es una lectura retentiva, de concentración y retiro, un ejercicio de contrición y aguante. En esos momentos, volvemos a meternos, para leer, en el armario. No por casualidad el water es, en origen, un closet. Pero hay algo más. Refugiados en la tualé , aislados del bullicio de la vida, los que leemos en los baños nos retiramos también a recuperar en los libros esa época en la que no controlábamos tanto y casi podíamos palpar el vacío sideral de la muerte.
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